martes, 8 de septiembre de 2015

NBA con dos raquetas

Campaba a sus anchas Kevin Anderson sobre la pista dura de la Louis Armstrong ante un Andy Murray que se tambaleaba, que no se sostenía en pie y al que la cara de póker recordaba a una de esas tardes aciagas del escocés donde no le salía nada. El sudafricano se imponía por dos sets a cero y parecía cuestión de tiempo el pasar a semifinales ante un Murray descompuesto. Hasta que recordó que estaba en Estados Unidos, en el US Open. En Nueva York, al fin y al cabo. Recordó al mejor Roddick y se vistió de él, hasta la gorra le acompañaba y su reconquista del partido empezó por meterse la grada en el bolsillo.

Al arranque del tercer set inició un encuentro, nuevo, se olvidó de sus quejas, dejó a un lado los juramentos en hebreo y trató de remontar un partido adverso como ya hiciera en segunda ronda ante Mannarino. El público, hasta entonces aburrido, acabó encontrando el gancho del británico. Callados como en el cine, entre las miles de personas que se daban cita en el estadio era mayoría aquella que trasteaba con el móvil que la que de verdad veía el partido. Pero Murray lo convirtió en circo. Hizo de cada punto un Tuchdown en fútbol americano, festejó con los presentes que también eran parte de sus derechas ganadoras y no dejó ni un momento de dedicar (y señalar) a aficionados al azar como si fueran su novia o su entrenador.

Los presentes apagaron sus teléfonos y se pusieron en plan Americano Mode On. Convirtieron el US Open en la Copa Davis y se posicionaron del lado de la tercera raqueta del torneo. Y son especiales, claro que lo son. Buscan espectáculo más allá del deporte, quieren ser partícipes del gran circo que se monta y Murray se lo dio. Más lejos de los banales 'Go Andy' que salen de las gargantas del graderío en cada torneo, los yankees adaptaron sus mejores bandas sonoras como si de un partido se tratase. Empezó a retumbar entonces el 'Let's Go Andy' de forma melódica, como si lo hiciera el organillo de un pabellón de baloncesto y la pista central se acabó convirtiendo en el Madison Square Garden. 

Hasta el punto que la angelical Kim Sears se convirtió en una más y el protagonismo de las cámaras empezó a percatarse de que justo detrás de ella estaba sentado Frank Lampard. Ahora sí, ya estaban todos. Murray, un winner detrás de otro, se llevó la tercera manga y tuvo tiempo para dedicar cada punto con cada uno de los espectadores (chocando incluso la mano con alguno), que rompiendo las leyes del tenis, las escritas y las no redactadas, se levantaba a mitad de un intercambio de golpes intenso, se cambiaba de asiento cuando no había descanso. El ojo de halcón parecía la Kiss cam y entre set y set seguro que se propuso improvisar unas canastas para que alguien saliera con un trampolín a hacer unos mates. Faltaban las palomitas, los manos gigantes con el índice estirado y un tipo de gorra roja vendiendo perritos por las escaleras. Llegará, claro que llegará. Mientras, el escocés, atento en todos los detalles, sólo dudaba si ir o no a abrazar a los jueces de línea para metérselos también en el zurrón. Nunca ha estado Andy tan motivado, nunca ha sido más saltarín, nunca ha sido partícipe de tantos focos. La adrenalina a borbotones.

Pero Anderson no era Mannarino. Puso resistencia con un juego de fondo de pista notable, un juego en la red sobresaliente y un saque no sólo difícil de restar, sino de ver. Con más de 20 aces en sólo cuatro sets hizo un espejismo la remontada de su rival. Se decidió, eso sí, por Tie Break, pero en el desempate no hubo rival. Un primer error del escocés con su servicio acompañado de la retención del saque del sudafricano puso todo cuesta arriba hasta el momento de llegar a las seis pelotas de partido. Y el público, que llevaba cuatro horas apoyando a Murray, se olvidó de la condescendencia, de la fidelidad y recordó a todos que ellos están ahí para formar parte del espectáculo. Y es que los espectadores, que se habían olvidado del asiento hacía un buen rato, celebraron la victoria de Anderson como si hubieran pasado la mayor parte de su infancia en el mismísimo Johannesburgo

Andy Murray / REUTERS


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