viernes, 22 de febrero de 2019

Aimar Centeno, al Real Madrid gracias a un reality show

Año 2002. Miles de niños de entre 12 y 17 años aguardan cola rodeando el Campo Argentino de Polo, en Buenos Aires, Argentina. Allí va a tener lugar uno de los eventos más importantes para la sociedad sudamericana de la época moderna: Camino a la Gloria, un reality show dirigido por Mario Pergolini y emitido en Canal 13. En él, un grueso número de críos tendrán que batallar para ganar el gran premio: una prueba con el Real Madrid. ¿La única exigencia?: ser el mejor de todos. Solo podrán formar parte del concurso aquellos que accedan al estadio entre las 7 y las 9 de la mañana.

Aimar Centeno, de 16 años, lleva haciendo cola con sus amigos desde las 4 de la mañana y, aun así, está muy cerca de quedarse fuera. Entra a las 8:50, por los pelos, y es uno de los 12.000 chicos entre 12 y 17 años que formará parte del programa televisivo. Para ello, se ve obligado a dejar sus estudios.

“De entre todos ustedes saldrá la estrella del futuro“, anunciaba Pergolini a los aspirantes, hambrientos de gloria, sedientos de esos talentos en fuga de una Argentina que no vivía su mejor momento social. El gancho del Real Madrid era demasiado bueno para dejarlo escapar, incluso para los que entonces simpatizaban a lo lejos con el Barcelona. A los participantes se les dividió en grupos de 12 y se les dejó únicamente 15 minutos para demostrar su valía. El primer corte lo pasaron pocos, pues de esa primera criba apenas quedaron 2.500 jugadores.

Cada lunes, tras la cena, toda Argentina se unía entorno a sus televisores para ver quién seguía y quién no en el Gran Hermano del fútbol. Tras el segundo corte, solo 400 mantuvieron intactas sus esperanzas. A medida que el torneo avanzaba el programa ganaba en audiencia, los supervivientes en ilusión. José Basualdo, Roberto Perfumo, Carlos Mac Allister y Javier Castrilli componían el jurado. Dos futbolistas internacionales con Argentina, un jugador con una experiencia dilatada en Boca Juniors y un árbitro internacional por la FIFA. Ellos decidían quién valía y quién no. Cada semana eliminaban una ingente cantidad de sueños, hasta que decidieron que la suerte iba a quedar en dos chicos: Aimar Centeno y Santiago Fernández.

Un nuevo anuncio fue hecho para promocionar entonces la gran final. Además del Real Madrid, el vencedor tendría como premio un coche y un cheque con una gran cantidad de dinero. El perdedor, que no se podía ir con las manos vacías, sería incluido en la lista de representados de Gustavo Mascardi, junto a Verón, Crespo, Sorín, Palermo, Ayala, el Piojo López, Aimar o Marcelo Salas. Aimar Centeno resultó ser el ganador.

Extremádamente tímido, cuenta Juan Pablo Meneses en su libro Niños Futbolistas, que fue llevado a su pueblo natal, Agustín Roca, en Buenos Aires, donde se le subió en lo alto de un coche descapotable para ir saludando a los cerca de 1000 habitantes que engloba el pequeño municipio. A sus 16 años, ya era la persona más célebre del lugar y, por un corto periodo de tiempo, uno de los más destacados del país entero.

Aimar Centeno, con Míchel
Tomó un avión por primera vez en su vida, junto a su padre y un conglomerado del programa, que iba a grabar el último episodio con todo lo que sucediera en la capital española. La expectación puesta en el chico era desmedida, pero ni él mismo se lo terminaba de creer. “No he podido entrar en Argentinos Juniors… ¿Y voy a pasar una prueba con el Real Madrid?”, llegó a susurrar durante el vuelo a uno de los integrantes de su séquito. Nada más aterrizar empezó toda la parafernalia. Visita al Santiago Bernabéu, donde conoció a Emilio Butragueño y Vicente del Bosque. Tour por el estadio, unas fotos en el museo y directo a la Ciudad Deportiva a entrenar. Sin tiempo de adaptación al clima español, sin descanso tras 15 horas de vuelo, sin tener siquiera en cuenta el jet lag. Iba a pasar su prueba con el segundo equipo, pero como todo estaba siendo grabado y Real Madrid TV también estaba ya en el ajo, Zidane, Figo, Ronaldo y un sinfín de estrellas de la primera plantilla desfilaron para presentarse al chico, mientras los compatriotas Solari y Cambiasso le soltaban algún chascarrillo para calmarle.

El entrenador preparó el partidillo y en la primera pelota que tocó Aimar se desfondó. Quería triunfar y puede que tuviera condiciones. Nada más recibir el balón, condujo bien, con equilibrio, balanceado hasta llegar a poner un centro con el alma en el que sintió un pinchazo. Se quedó cojeando y no pudo terminar el entrenamiento. No había pasado ni un minuto. La producción del programa se planteó hacer como si nada hubiera pasado, pero era imposible. No había otra imagen suya en el campo, había sido la única pelota que había tocado y todo el mundo vería qué había sucedido. Aimar estuvo unos días más entrenando con el Real Madrid, pero junto a los lesionados. “Después de la lesión volví a entrenar con ellos, pero psicológicamente fue demasiado“, admite él. Tuvo sus minutos de gloria en la televisión, donde llegó a compartir programa con un Fernando Torres que estaba emergiendo, apareció en portada tanto en AS como en Marca, pero como futbolista nunca nada más se supo de él.

Volvió a Argentina y allí lo fichó River Plate, también para su equipo reserva, donde compartió equipo con Radamel Falcao y Augusto Fernández. Pero apenas pudo mantenerse en el club unos meses. Fue a Rosario Central, donde volvió a tener un paso fugaz y cada vez bajando menos el listón. Su último intento de ser profesional le llegó cuando fue cortado de Chacarita. Ahí se dio cuenta que nunca iba a poder jugar en Primera División y dejó el fútbol a un lado, solo como hobby. Trabajó de conserje, de tendero, de camionero. Estuvo muchos años encargándose del reparto de Coca Cola en su zona y ahora vuelve a ser camionero. Juega para el equipo de su barrio, Origone FC, donde es la estrella destacada y cuando pasea por Buenos Aires, admite que a veces la gente le sigue reconociendo, aunque haga ya 15 años del programa y él no haya vuelto a ser una persona pública desde entonces.

Aimar, con el equipo de su pueblo


jueves, 14 de febrero de 2019

Allan Saint-Maximin y el control de la potencia

YANN COATSALIOU/AFP/Getty Images
Corría el año 2013, la Ligue One acababa de empezar y el Saint Etienne, el gigante por derecho propio de Francia aunque aletargado durante más de 30 años, vivía en una nube. La afición se había vuelto a esperanzar con un equipo que en las primeras jornadas había dejado muestras de grandeza y soñaba, si bien luchar por títulos era imposible, recoger las migajas que dejaba un PSG comandado por Ibrahimovic y compañía.

En el cuarto partido, las cosas marchaban bien para Los Verdes, aunque el Girondins de Burdeos, a quien se iban imponiendo por 2-0, estaba siendo un incordio y era cuestión de tiempo que recortaran distancias y quién sabe si no dieran la vuelta al marcador. Christope Galtier tomó una decisión. Miró al banquillo y llamó al chaval, ese de 16 años que había ido a completar convocatoria y que se movía con desparpajo por la banda derecha en los entrenamientos. Aquel día, Allan Saint-Maximin haría su debut como delantero pese a ser extremo por el perfil diestro. "Con su velocidad en las contras podemos matarles", debió pensar.

Apenas jugó cinco partidos en aquella temporada, pero el Saint Etienne acabó en una meritoria cuarta posición y Saint-Maximin dejó su sello. Iba para grande. El curso siguiente, si bien tampoco fue un jugador habitual, empezó a jugar más, siguió siendo clave en las categorías inferiores de Francia y buscó, sin suerte, su primer gol profesional. Ya estaba maduro, le tocaba dar el salto a la titularidad indiscutible con los 18 años recién cumplidos, pero entonces llegó el Mónaco, que se interesó por sus servicios y, pagando cinco millones de euros, se llevó al muchacho en su plena etapa de reconstrucción y crecimiento como club para hacerle frente al PSG.

A su llegada, el francés se encontró con la competencia voraz de un equipo que venía de haber llegado a los cuartos en Champions League. Bernardo Silva, Mbappé, Bischillia, Carrillo, Pasalic, Rony Lopes, Helder Costa e incluso Martial, que hasta final de verano no se marchó, era la competencia que aquel niño francés de 18 años tenía por delante. Por eso, tanto el club como Jardim decidieron que lo mejor era que se marchara a Alemania, al Hannover 96 para foguearse un año.

En tierras alemanas se encontró con un equipo en una dinámica malísima de resultados que perdió 23 de los 34 partidos de Liga y que descendió siendo colista con meses por terminar el campeonato. No sabía el idioma y en tan poco tiempo, ninguno de los tres entrenadores que tuvo le supo sacar rendimiento, aunque allí sí consiguió estrenarse como goleador. Alternó ambas bandas, la delantera y la mediapunta, nunca encontró estabilidad y se acabó hundiendo con el resto del equipo. La experiencia fue tan negativa que al terminar el curso y sabedor que tenía que volver a salir cedido, prefirió quedarse en Francia aunque en un equipo menor como el Bastia.

Parecía, sin duda, que Saint-Maximin había dado un gran paso atrás en su carrera, por no decir dos. Solo 12 meses antes era uno de los mejores proyectos del país y, aunque Francia seguía contando con él para el Mundial Sub20 y estaba en nómina en el Mónaco, quizás la mejor idea hubiera sido seguir jugando para el Saint Etienne. Pero no. En el Bastia, al fin con regularidad, se destapó. Jugó prácticamente todos los partidos, evolucionó físicamente y se hizo un nombre en la Liga.

Así, el Mónaco lo quería entre sus jugadores para el siguiente curso, pero él tenía otros planes. Simplemente, quería jugar y no estaba dispuesto a tener que pelear con otros jugadores que habían costado un pastizal y lo que quería pasar su bien propio era esa experiencia que te da el ser titular indiscutible. No se podía quedar un año en el dique seco y, viendo que los monegascos firmaban jugadores de la talla de Jovetic o Keita, pidió al club ser traspasado.

Contando los billetes de las fugas de Bernardo Silva, Mendy, Carrillo o Bakayoko, entre otros, muy pocos repararon en que Saint-Maximin se había marchado al Niza por 10 millones de euros. Rápido formó un tridente terrible con Plea y Balotelli. A veces en 4-4-2 y otras en 4-3-3, el francés, jugando prácticamente siempre en la banda derecha, se destapó por fin en un equipo que aspiraba a mucho más que a estar en mitad de la tabla y que seguro lo hubiera logrado de no ser por las lesiones y sanciones de Balotelli y el estado físico de un Sneijder que no pudo dar lo que se le pidió.

Pero ha sido este año, ya sin Balotelli en la plantilla, cuando Saint-Maximin ha despegado del todo. Hasta ahora había demostrado ser un portento físico de la naturaleza. Un regateador exquisito con gran cantidad de trucos pero que solía preferir tirar por lo sencillo, un simple cambio de ritmo y que su naturaleza física hiciera el resto. Y es que, el salto que ha pegado también en la definición de su cuerpo es mayúsculo. Toda esa potencia está regida ahora por una carrocería imparable.

Sin Supermario, Saint-Maximin está jugando arriba con total libertad, acompañando a un nueve más de área pero siendo él quien caracolea por todas partes del campo. Esa libertad casa a la perfección con su naturaleza de caballo desbocado. A sus 21 años, obviamente está en el mejor momento de forma conocido, pero ni de lejos está en el máximo nivel de su carrera, pues esto solo es el principio. En apenas curso y medio en Niza, el galo ha metido 11 goles y ha dado 12 asistencias.

Si bien puede que la llamada de la selección no esté cerca, pues la competencia en los puntas y jugadores de banda en Francia es voraz, Saint-Maximin sí está ya para dar el salto, o bien a uno de los grandes del país, donde salvo PSG debería ser titular indiscutible en todos, o bien a equipos con mejores aspiraciones en las ligas Top de Europa. Eso, obviamente, facilitaría también su convocatoria con la campeona del mundo. El propio Plea, que el año pasado fue su compañero, ha volado al Borussia MonchenGladbach, donde se está saliendo, pero es que el nivel de Saint-Maximin a día de hoy es incluso superior al mejor que alcanzara Plea en Niza.

En el Mónaco consideran que es una de las peores operaciones que han hecho en años. Un equipo acostumbrado a sacar gran rendimiento económico en su balance de compras y ventas que ha visto cómo uno de sus mejores activos apenas se iba por 5 millones más de lo invertido. Balotelli, por cierto, ya aseguró que en un par de años jugaría en el Real Madrid y que si no lo hacía no sería por falta de calidad. Su explosividad le hace ser diferencial. No tiene miedo.

viernes, 1 de febrero de 2019

Derrick Rose, un retorno incompleto

Harry How/Getty Images
Si no existiera la historia de Shaun Livingston no hay duda que el de Derrick Rose sería el cuento del Renacido, como la película, donde un hombre absolutamente derrotado vuelve de entre los muertos para demostrar que aún está muy vivo. La de Rose es una película aún por terminar, con picos tan altos como bajos, con momentos de forma exageradamente buenos y con momentos de bajón que tocan la fibra de quien incluso no se siente para nada vinculado con la causa. Y es que, tras ser el MVP más joven de la historia, romperse la rodilla en mil pedazos, caer en depresiones y pensar en la retirada, hoy Derrick Rose se ha quedado a las puertas del All Star. Nadie imaginaba que pudiera serlo hace unos meses. Todos reclamaban que lo fuera desde hace semanas.

Creció en Englewood, uno de los barrios más marginales de Chicago, lo que provocaba el temor de una madre que vivía asomada a la ventana vigilando cómo su muchacho jugaba hasta las tantas en la cancha que había frente a su casa. Sin un referente paterno y con su abuela y su madre como inspiración, Rose construyó una adolescencia autodirigida al éxito.

Tras un año en la Universidad, los Bulls le eligieron con el primer pick del Draft en 2008. Chicago había tirado una temporada entera para ganar esa elección y a Rose, que idolatraba a Jordan, de repente le cayó encima la losa de ser el niño prodigio que devolviera a la franquicia al éxito.

Su precocidad no conoció límites. Ganó el Rookie del año y en su segunda temporada recibió la llamada del All Star. Todo iba sobre ruedas en el tercer curso cuando Pooh (apodo que le puso su abuela por su parecido con Winnie the Pooh cuando apenas era un bebé) rompió los esquemas y acabó logrando ser el MVP más joven de la historia, con apenas 22 años. Los Bulls alcanzaron las 62 victorias en temporada regular y los 25 puntos, 8 asistencias y 4 rebotes por partido del base eran su mejor carta de presentación para unos playoffs que acabaron siendo muy dolorosos. LeBron, Miami y su Big Three se cargaron a los chicos de Chicago en la final de Conferencia.

Ellos lo tomaron como una lección, para coger experiencia y volver con más fuerza a por el anillo. Porque así son los proyectos en la NBA, duraderos, no es sencillo hacerlo todo a la primera. Ni siquiera con Derrick Rose. El ‘1’ se convirtió en la gran esperanza y la Ciudad del Viento se volvió a ilusionar como no lo hiciera desde que Air Jordan se retirara.

El base acababa de firmar una extensión de contrato por el máximo cuando, en la temporada 2011-2012, su calvario apareció. Esguince en un dedo del pie, tendinitis, esguince de tobillo y rodilla… La temporada no marchaba bien cuando, en primera ronda de playoffs, ante los Sixers, se rompió el ligamento cruzado de la rodilla.
Mike Stobe/Getty Images

Los Bulls intentaron aprender a vivir sin Derrick Rose, a quien se le estimó un periodo de baja cercano a un año. Al final, la lesión fue mucho más allá. Rose, explosivo, un huracán físico, fuerte al choque, traspasaba a sus rivales para llegar a canasta. Muchas veces no pensaba y sus anotaciones salían fruto de una improvisación en la que era absolutamente imparable.

Pero la lesión de rodilla, que le dejó físicamente destrozado, le tocó también aspecto mental. En un deporte con tantos impactos en la rodilla, Rose moría de miedo cada vez que pensaba en una nueva lesión de rodilla. Por eso, no jugó ni un solo partido en la 2013-2014. Adidas sacó un comercial especial que contaba cómo estaba siendo su recuperación y un culebrón sensacionalista que no le ayudó en nada se formó en torno a él y a su presencia a diario vestido de traje en la banda del pabellón.

En la 2014-2015, Rose volvió, pero sin chispa. Su talento le sobraba para ser diferencial, pero si su nivel habitual era de sobresaliente, el notable con el que rayaba no servía entonces para calmar las ansias de aquel público que había entonado cada noche el entrañable “MVP, MVP”. Tras el All Star, una exploración al jugador por unas molestias en su rodilla descubrió que tenía roto el menisco y que tenía que pasar por quirófano. Los fantasmas volvían a aparecer.

Su fama en la enfermería se acrecentó un curso después cuando jugó parte de la temporada con máscara debido a una lesión facial. Cada vez que los Bulls anunciaban que Rose era duda o que entrenaba con precaución, saltaban las alarmas. En 2016, los Knicks adquirieron al jugador. El cambio de aires se hacía necesario. Rose estaba estancado, no había logrado llevar a los Bulls al anillo y todas las partes tenían que encontrar una vía de escape que aireara la situación.

Rose ganó confianza en un nuevo equipo, pero ese punto explosivo que le caracterizaba se perdió. No le acompañaba tampoco el acierto. Hizo los peores números de su carrera desde la línea de tres y en abril se volvió a romper el menisco, pero de la otra rodilla. El calvario no se iba a acabar nunca.

LeBron James, que de baloncesto sabe un rato, le reclutó para los Cavaliers con el objetivo de vencer a los Warriors por el anillo. Rose, destruido psicológicamente, firmó por el mínimo de veterano y se unió a un equipo al que no iba como titular, donde estaban Isaiah Thomas y José Calderón y cuyo vestuario era un polvorín. Pese a un buen inicio de temporada en su nuevo rol, a finales de noviembre se retiró al exilio con permiso del club para replantearse su futuro. Esguinces y otros problemas le estaban frustrando, no podía jugar sin sentir dolor y estuvo muy cerca de abandonar para siempre.

Volvió a los dos meses, pero los Cavs entraron en plena revolución y lo mandaron a los Jazz, que lo cortaron nada más llegar. Ahí aparecieron Minnesota y Thibodeau, el técnico que había sacado lo mejor de él en Chicago. Y Derrick Rose volvió a nacer.

Bajo el pretexto de ser suplente, Rose juega tantos minutos como un titular. Sabedor de su nuevo rol, busca ser Mejor Sexto Hombre y en camino de ello está. Las lesiones, de momento, le están respetando, aunque su tobillo sea de vez en cuando una lacra, y está promediando 18 puntos, 5 asistencias y 3 rebotes por partido. Unos números que se acercan bastante a sus mejores guarismos si tenemos en cuenta que juega unos 29 minutos por noche.

El punto de inflexión le llegó en el partido contra Utah Jazz cuando logró anotar 50 puntos (su mejor actuación de siempre) y acabó llorando en mitad del pabellón ante los micrófonos de Fox Sports mientras el público le coreaba, muchos años después, “MVP, MVP”. Dice sentirse mejor jugador que nunca. “Ahora soy más maduro, más inteligente, tomo mejores decisiones”. Se ha reciclado como jugador y, si bien por momentos parece recuperar ese punto físico que le hacía ser diferencial, se le nota mucho más calmado cara al aro.

La recompensa, a estas alturas de la temporada, le podía haber llegado en forma de All Star, pues para el voto público sería incluso titular y los números invitaban a pensar que podría ser llamado. Pero no. Un partido de las estrellas que había jugado ya en tres ocasiones y que no disputa desde 2012, cuando sufrió aquella primera trágica lesión. La que más daño le hizo. Rose, jugador que cae bien entre el público neutral, ha recibido también los halagos de sus rivales por su reciente estado de forma. Wade, LeBron, Curry, Durant, Vince Carter o Chris Paul han sido algunos de los profesionales que han mostrado en redes sociales su alegría por volver a ver a gran nivel a un grande.

Derrick Rose nunca volverá a ser el jugador de 2011. Pero verle jugar es alegría, es baloncesto. Si Rose disfruta con el balón, el pabellón entero lo hace. Porque no hay mayor reconocimiento que ver cómo la hinchada rival se alegra por que a uno le vayan bien las cosas. Y a la vez, no es sencillo lograrlo. Pero Rose puede conseguir lo que quiera. Y a este hombre, la NBA le debe un anillo. El que ya tendría si no se hubiera roto tantas veces en mil pedazos.