Cuando era pequeño, no podía perder ni siquiera a la PlayStation, o cogía un cabreo consigo mismo de tal magnitud que se pasaba horas en un rincón intentando corregir errores. Meticuloso como pocos. Un ganador nato. “Voy a ser el mejor del mundo”, repetía una y otra vez cuando sólo era un crío. Con esos 17 añitos, ya estaba en Newcastle, el mejor sitio para él. Una ciudad oscura, fría y sombría, perfecta para el duro trabajo de Jonny. ¿Su imagen más repetida? La de un chico empapado, sobre un verde césped iluminado con focos, de noche y bajo una intensa y gran lluvia golpeando el balón entre los palos una y otra vez, sin cesar.
2003, su año de consagración. El Mundial de Rugby. Partían como aspirantes, pero para nada favoritos. Él, y sólo él iba a cambiar el rumbo del equipo de las islas. Capitán, eterno capitán. Los más antiguos de lugar le consideran como “el 10” más completo de la historia. Partido a partido su leyenda se iba haciendo más grande. Ya eran semifinales. Un drop por aquí, un penalti por allá, y el equipo ya estaba en la final. Como si nada. Esperaba Australia en la final. Entre partido y partido, los entrenamientos. Dos duras horas de ejercicio para todos los ingleses. ¿Dos? No para Jonny. "Si tengo que hacer más sacrificios, y patear hasta media noche, lo haré", decía enfadado. Ahora sí, era el momento. El autobús se acercaba al estadio. A pocas horas del inicio. Todos sentados, hablando, intercambiando opiniones. Menos uno. Menos él. Sólo, en una esquina, mirando a la calle como si hubiesen pasado 30 años desde que vio por última vez la luz del día. Ya se veía el estadio, ahora sí. Es entonces cuando Jonny se levanta, coge un CD y pone, a todo volumen, “Lose Yourself” de Eminem. Una canción, que en su momento más elevado dice "Si tuvieras una oportunidad, de alcanzar todo lo que has deseado, lo harías, ¿o lo dejarías escapar?". Fantástico para él.
Pero es entonces, ya no había vuelta atrás, cuando los demás se dan cuenta de la magnitud del partido. El árbitro ya había pitado y Jonny llevaba jugando el partido durante horas en su cabeza. Él iba ganando, pero el marcador aún no lo sabía. 17-17 y casi nada por jugarse. Fue entonces, pidió la pelota, como siempre, se decidió a lanzar desde lejos, desde muy lejos. El tiempo se paró, cada segundo se hacía una eternidad, pero él lo sabía, había entrado. 20-17, con ¡15 puntos suyos! Una brutalidad, una barbaridad. “Wilko” lo había hecho. Ya lo había conseguido, como había prometido, era el mejor jugador del mundo.
Estalló la “Wilkinsonmanía”. Su postura de lanzamiento: Culo en pompa, codos flexionados, apoyado en la rodilla. Nadie le desconocía ya. Incluso, recuerdo como José María Bonilla llamaba a Ibagaza un día tras mandar un penalti a la grada Ariel “Wilkinson” Ibagaza, por el lanzamiento que parecía un chut a palos. Adidas le firmó, le puso a la altura de Beckham. Ambos rodaron spots publicitarios. Era un reclamo.
Y cuando parece que nada ni nadie puede contigo, aparecen. Lesiones. Ligamentos, meniscos, codo, riñón, de todos los tipos y de todos los colores. 4 largos años apartado de “su rosa” por la mala suerte. Nunca volvió a ese nivel en el “15” nacional.
Y es hoy cuando “Wilko”, tras saber que ya no puede aportar mucho al equipo, decide colgar las botas. El mejor jugador de toda la historia de Inglaterra nos dice adiós. La rosa se marchita.
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